Es lo
único que arde para ti:
la luz
de la miseria,
pedigüeño
con horas precintadas,
enfermo
de un crepúsculo que a todos ilumina.
Sentado
en tu rincón, en tu figura,
te elevas
hasta Dios con un clamor callado,
con los
jugos satánicos del hambre.
Tus
ojos buscan cielos socavando la tierra
bajo
ese tórax de humillante alzada.
En la
noche te esconde una coraza,
la
mugre honesta de tu ropa ajada
por el
hálito negro de los días.
Eres el
crisantemo preferido
por la Tristeza y la Desgracia,
las
soberanas inmortales
que
vomitan decretos sobre ti.
Eres el
príncipe de un huerto estéril
que
nadie riega, que ninguno cuida.
No te
podan los tallos
las
tijeras del fino jardinero.
Esa
mano extendida es un saludo al hombre;
exhibe
las ofrendas del perdón
por los
azotes recibidos.
Èste es
mi cáliz, tómalo.
No te levantes, deja que él descienda
hasta palpar las cuentas de tus dedos.
No es de oro ni de plata,
solamente una mano:
cinco retazos de mi corazón.
Ayúdala a aliviar a otro arrumbado,
al mío que palpita con dolor.
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