Sobre un cordón de hormigas revoltosas
unos gorriones en un palto cantan.
El desgarrado escudo al sol de Chile
enseña en el jardín sobre las tapias,
racimos de ampolletas como peras
que me hacen evocar a la granada,
sangriento fruto de mi pueblo oriundo
en un vergel de claridad lejana
en el rostro cuadrado,
en el semblante cálido de España.
Habla el aire con rayos;
con su tibieza desmedida manda
un pedazo de horneado sentimiento,
que se posa en la curva de mi espalda.
Con el “no” de la lluvia,
el césped cada tarde se desgasta
en lujuria de tierra enfebrecida
e incrementa sus ansias.
Un pelotón entumecido en hierba
un revoltijo ensambla
con hilos retorcidos de talluelos
que luchan por el agua;
se enmarañan en rizos laberínticos
unas hojillas secas y humilladas.
Se agitan unas sombras
errantes como patas de una araña;
son pasos de una pluma
con mis puntas de dedos como garras.
Mientras dedico versos al azul,
un estandarte esférico me ampara.
Me acerca el viento olor a sequedad,
a rosas y fragancias.
Mientras esparzo ideas de la mente,
se cruzan espadañas,
reflejos evocados
de andaluzas campanas;
cristales con repiques luminosos.
Miro hacia abajo, al suelo,
y en madeja de hilillos se desata
la hierba, recorrida por las ciegas
hormigas como azogue en desbandada.
Miro hacia arriba, al cosmos,
y en él se pierden multitud de ramas
con redondeados verdes refrescándose
al ritmo de una acompasada marcha.
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